EL EXCESO DE ACTIVIDADES EN LA ESCUELA MATA LA TAREA EDUCATIVA

Nos encontramos en muchas escuelas, en casi todas, un dilema de base que dificulta mucho el cambio educativo. De manera muy arraigada, las maestras y educadoras creen que si no están haciendo algo – propuestas de actividades, moviéndose por el aula, manejando materiales y fichas – no están trabajando. Educar se ha transformado en una lista de verbos que lo ocupan todo y, tristemente, no dejan tiempo para lo importante.

Podemos entender que produce cierto vértigo revisar esta práctica… porque lleva a unas preguntas bien incómodas “si no hago algo… ¿entonces qué hago? ¿quién soy? ¿cuál es mi función y mi valor?”. Aún así, estamos convencidas de que la transformación que deseamos sólo puede venir cuando esas preguntas se miran de frente y se ponen sobre la mesa. Incluso añado unas más: ¿Qué es educar? ¿Si dejamos a un lado todas las actividades frenéticas que ocurren en la escuela, qué pasaría?

EL SECUESTRO DEL TIEMPO EN LA ESCUELA

Nuestra cultura vive un eterno secuestro del tiempo. Una de las frases más escuchadas es “no tengo tiempo para nada” u otra muchísimo peor “no me da la vida”. ¡No me da la vida! Es tremendo como normalizamos mensajes que calan muy hondo en nuestra manera de estar vivas… Y lo curioso es que somos nosotras mismas las que ejecutamos ese secuestro al rellenar todo el tiempo con planes y más planes y más planes.

En la escuela, claro, pasa lo mismo. Nunca hay tiempo para nada y sin embargo seguimos apilando fichas, murales, carpetas, y ocupando cada segundo con alguna súper actividad que “toca” hacer según la época del año. Es un verdadero milagro que lleguemos, adultas y niñ@s, con relativa salud física y mental a junio…

¿Es posible vivir un tiempo diferente en la escuela? ¿Podemos liberar minutos, horas, para otras cosas mucho, muchísimo, más importantes?

 

QUÉ HACEMOS CUANDO NO HACEMOS NADA

Desde luego sí es posible, y necesario, vivir un tiempo diferente en la escuela. Un tiempo lento que posibilite profundizar, sentir, acoger; un tiempo pausado que deje margen a los procesos y no a los productos. Si algo debería definir la educación es eso: se trata de un proceso. Requiere tiempo y repetición, y un ambiente sin prisa ni presión dónde transcurrir.

Entonces… ¿qué hacemos si no hacemos nada? Nada aparentemente, claro, porque nuestra mirada no está entrenada para ver más allá de la acción, y esa es precisamente parte del problema. ¡No sabemos mirar! Ni mucho menos ver. Por eso hacemos, para hacer visible nuestro trabajo, para que las familias vean cuánto se ha “avanzado”, para que haya un montón de papeles que justifiquen y atestigüen nuestra labor.

Pero nuestra labor es justamente mirar lo que no se ve. Saber ver un niño, una niña, cómo viene, qué ocurre en su interior. Qué le hace sentarse a lo lejos y no jugar, o por el contrario invadir el juego de los demás. Por qué llora en algunas situaciones, qué significa para él/ella ese juguete en particular.

Nuestra labor también es contar lo que no se suele hablar. Poner en valor lo pequeño de cara a las familias, compartir una anécdota que ocurrió durante el día. Hacer explícito un pequeño avance que, sino, pasaría desapercibido. La primera vez que comió solo, un nuevo movimiento o postura corporal, el disfrute con un alimento en particular. Podemos contarlo con la palabra o también hacerlo visible con un registro fotográfico bien preparado.

La labor educativa también es escuchar lo que nadie dice en voz alta. Escuchar en lo profundo esa madre que siempre llega tarde, ese padre que sistemáticamente se olvida de traer algo en la mochila. Escuchar casi siempre supone trascender lo que nos dicen, es afinar el oído para lo que se calla. El malestar que una familia no termina de nombrar pero que necesita compartir a gritos, la tristeza de una criatura porque hubo algún cambio en casa y se muestra tremendamente irritado y agresivo.

Nuestra labor pasa también por mirar hacia dentro. Conocernos cada vez más, saber cuales son mis propios límites, dónde empiezo a funcionar desde la defensa o el ataque, qué cosas me mantienen enfocada y cuales me sacan de mi centro. Qué necesito para estar bien, antes de ir a la escuela, durante el tiempo en que estoy allí, y luego al volver a casa. Cómo me cuido de no llevar a casa lo que no corresponde, ni a la escuela lo que no es de allí.

Todo eso parece hacer nada pero es la parte más importante de una maestra. Es lo que da sentido y calidez al día a día, dejando muy atrás las demás tareas que nos empeñamos en mantener. ¿O acaso sirve pintar palomas de la paz mientras estamos a gritos pidiendo silencio? ¿Acaso cumple alguna función celebrar carnavales con música que aturde a los más pequeños, o con figuras que les dan miedo? ¿De verdad es importante adornar la escuela por halloween y hacer actividades fuera cuando los más pequeños están aún conquistando el espacio del aula?

Menos es más. Menos fuera es más dentro. Menos importancia puesta en lo visible nos deja más margen para dar más importancia a lo esencial. Y lo esencial es la relación educativa, la relación humana que tiene en cuenta al otro y a si misma para generar un ambiente amoroso, y no de estrés, exigencia, juicio, expectativa.

Educar es sustantivo. Es algo capital en si mismo. No necesita adornos ni souvenires.

Texto: Fernanda Bocco.

Imagen: autor desconocido.



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