LA IMPORTANCIA DEL JUEGO LIBRE EN LA INFANCIA

Cada vez que observo un niño, una niña, jugando, me impresiono con la maravilla que es el juego libre. Es una herramienta con la que venimos todos los seres humanos (en realidad, todos los mamíferos) para interactuar con los demás, con el entorno, con nosotros mismos, y es tan perfecta que nos permite hacerlo en la medida exacta de nuestro momento de desarrollo, de nuestro interés, de nuestras capacidades.

Sin embargo, ¡qué poco respetamos el juego en la infancia! Lo percibimos como algo menor, que se hace en los ratos libres, después de todo “lo importante”. No sólo no le damos su lugar, sino que muchas veces vaciamos el juego de todo su sentido, intentando dirigirlo a nuestra manera (“hazlo así”, “no, esto ponlo de otra manera”, “¡así se te va a caer!”). Nos cuesta inmensamente mantenernos a un lado para dejar que el juego surja por si mismo, se desarrolle según sus propias dinámicas, libre de nuestra intención, objetivo, condición.

¿CUALES SON LOS EFECTOS DEL JUEGO LIBRE?

Cuanto más veo a adultos, incluso a adolescentes, sin capacidad de iniciativa, con dificultad para conectar consigo mismos, sin saber poner límites, con poca autonomía y menos aún habilidades para tomar decisiones, veo el alcance que tiene nuestra incomprensión y malas prácticas hacia el juego como sociedad. Porque si algo nos permite repetir y practicar todo eso que he mencionado, desde luego es el juego libre, y lo voy a explicar con más detalle.

Si dejamos a un bebé muy pequeño en un espacio adecuado, en el suelo por ejemplo, sobre una colchoneta fina y más bien dura, veremos que es capaz de entretenerse absolutamente consigo mismo, absorto en sus propios movimientos, en mirarse, en ejercitar cada parte de su cuerpo para, más adelante, poder integrarlo como un todo y decir “es mi cuerpo”. Esto tan banal constituye la base para la construcción de si mismo, porque el cuerpo y el movimiento son lo que generan y unifican nuestro psiquismo y nuestros esquemas de sensación y pensamiento más arcaicos.

Imaginemos ahora que en vez de dejar ese bebé jugando, que es lo que está haciendo, decidimos que hay que ponerle boca abajo, para que fortalezca su musculatura, o le sentamos mucho antes de que lo haga por si mismo, así “no se aburre tumbado, pobrecito”. ¿Qué ocurre? ¡Que empezamos a dañar un mecanismo perfectamente diseñado para cumplir con nuestro desarrollo! En vez de mover sus deditos y buscarlos con la mirada, en vez de cogerse el dedo gordo del pie e intentar llevarlo a la boca, ese bebé va a tener que usar todos sus recursos para volver a una postura cómoda y segura, o para recuperar el equilibrio que ha perdido al sentarle o ponerle de pie antes de tiempo. Así, con toda nuestra buena intención, y también con toda nuestra prisa para que haga las cosas cuanto antes, estaremos empezando a destruir el programa que ya venía de serie para guiar nuestro recorrido como seres humanos.

Ahora adelantemos unos años, cuando este bebé ya ha cumplido dos años y está jugando con recipientes diversos, pasando elementos de un envase a otro, con sus dedos o con otros utensilios. Lo hace muy despacio, controlando su agarre, abriendo y cerrando tapas cuando es necesario, intentando que todo lo que lleva (sea tierra, garbanzos o agua) llegue a su destino. En esa labor, está trabajando una motricidad más fina, tiene que ajustar sus deditos al tamaño y peso de cada cosa, además tiene que decidir de dónde a dónde lo quiere llevar y cómo va a hacerlo posible. En el camino, lo mismo se encuentra con que hay un recipiente cerrado que debería haber abierto antes de querer mover el agua, y se encuentra con un problema que debe solucionar. Quizás resuelve llevándolo a otro bote u olla, lo mismo lo devuelve al recipiente original, abre la tapa del siguiente y luego retoma su actividad. Es posible que al final quiera tirar el agua por encima de la tapa, para ver que pasa. Sea lo que haga finalmente, todo este ejercicio ha conllevado una enorme cantidad de procesos cognitivos, aún no conscientes del todo, pero que son el embrión de las futuras decisiones, de la seguridad que siente para poder resolverlo.

¿Qué pasa si, en este caso, el adulto le “resuelve” el problema, o le proponer otra alternativa antes de que la propia criatura haya encontrado la respuesta? Pasa que le está quitando su capacidad para hacerlo, capacidad esta que necesita muchas y muchas repeticiones hasta consolidarse. También le quita el interés por buscar soluciones y el placer de conseguirlo, por sus propios medios.

Cuando más adelante esta criatura cumpla cinco años y esté jugando a supermercado, cocinita, bomberos, perros y gatos o cualquier otro juego simbólico, estará practicando su capacidad de comprender y representar el mundo que le rodea, las dinámicas de las relaciones que observa, los diferentes roles del mundo adulto, las diferentes sensaciones de ser gato, ser perro, ser un bebé o ser un adolescente. Todo esto se le hace posible mediante el juego simbólico: puede ser quien quiera ser y jugar a ello durante el tiempo que necesite, experimentando todo lo que ello supone. ¿No es esto fantástico? ¿No es, precisamente, un ejercicio fundamental para poder empatizar con el otro, el haberse puesto en su lugar de una manera tan personal?

Además, en este tipo de juego, en el que suelen participar varias personas, también están practicando la conversación. Por un lado el expresar lo que cada uno quiere hacer o ha imaginado para esa situación, por otro el escuchar y tener en cuenta las opiniones de los otros que participan en el juego. Jugar a las casitas o semejante conlleva llegar a acuerdos, decidir cómo configuran el juego ese día, quienes participan y quienes no, qué espacio se va a utilizar, qué elementos necesitan para ello. Empezamos a ver una planificación y una ejecución que son diferentes al bebé que movía su pie; son la evolución natural que se desarrolla con el acto de jugar, cuando pueden jugar libremente.

A los 7 años, quizás este niño o niña esté jugando a trepar en árboles, tal vez con un grupo de amigos o lo mismo sólo. Y está midiendo hasta dónde cree que puede llegar, está sintiendo el peso de su cuerpo, el agarre de sus manos, si la altura le genera miedo o no. Una criatura que haya podido jugar todo lo que haya podido, habrá vivido muchísimas situaciones de movimiento que le permiten saber dónde está su seguridad y cuál es su límite. Es una percepción interna, muy clara, la que le guía cómo subir el árbol, a qué altura puede y quiere llegar. Si un adulto desavisado pasa por allí e intenta “ayudar”, le sujetará para que pueda trepar “mejor”, le dirá dónde agarrarse, y le animará para que llegue más alto.

En todas esas escenas podemos comprobar que, si los adultos no percibimos todo lo que está ocurriendo cuando un niño “sencillamente” juega, hay muchas posibilidades de que lo echemos a perder. Sea porque no lo tomemos en serio y no ofrezcamos materiales adecuados, sea porque lo queramos controlar o cambiar, diciendo al niño qué hacer y qué no, sea porque animemos y “motivemos” intentando que vayan más allá de sus intereses y capacidades. Veamos cómo podemos acompañar el juego de una manera que lo respete y proteja.

¿CUÁL ES EL PAPEL DEL ADULTO ANTE EL JUEGO?

Lo primero y más importante: no dirigir. El juego necesita muy poco de nuestra parte, realmente. Con hacernos a un lado y dejar que ocurra estaremos aportando bastante. Esto se concreta de muchas maneras:

  • Dejando que los niños y niñas se muevan espontáneamente y busquen aquello que necesitan, pueden y quieren hacer (¡limitar el movimiento es limitar la posibilidad de juego!);
  • Dejando que exploren el entorno, bajo nuestra mirada y presencia (no impedir que experimenten porque nos de miedo que se hagan daño);
  • Dejando que estén conectados con su cuerpo y sensación para elegir qué hacer (no animar ni forzar a algo para lo que no están preparados);
  • Dejando que elijan los materiales o espacios que quieran explorar (no propongamos un juego específico sólo porque a nosotros nos guste, por ejemplo);
  • Dejando que elijan quienes forman parte del juego (no obliguemos a que incluyan a otros niños porque creemos que es lo “correcto);
  • Dejando que puedan crear la historia que va a ocurrir en el juego, proyectando su propio mundo interno (no intentemos hacer un guión para su juego, ni sugerir personajes o acciones);
  • Dejando tiempo libre para que puedan vivir horas y horas de juego espontáneo (no llenemos las tardes, fines de semana, vacaciones con actividades dirigidas, ¡demos tiempo a que el juego pueda alcanzar todo su despliegue!).

Si queremos apoyar más aún el juego, podemos generar espacios ajustados al momento evolutivo de cada niño o grupo de niños, a las necesidades auténticas de esa etapa, a los intereses que muestran. Para ello, podemos tener en cuenta:

  • Adaptar la casa o el aula, retirando objetos peligrosos y colocando los materiales a la altura del infante;
  • Ofrecer elementos poco estructurados, tales como piezas de construcción, objetos de la naturaleza, telas, cuerdas, cajas de cartón (en vez de ofrecer juguetes ya cerrados en si mismo, como un horno igualito al de casa, o un teléfono móvil);
  • Eliminar los juguetes electrónicos (algo que sólo ofrece botones, luces y sonidos está quitando la posibilidad de creación de los niños y niñas, además de sobreestimular su sistema nervioso);
  • Salir a la naturaleza lo máximo posible, porque los juegos que pueden ocurrir ahí son muy diferentes a los que ocurren en casa;
  • Cuando haya juego con otros niños, acompañar las relaciones para asegurar que se mantengan en un trato amoroso consigo mismos y con los demás, poniendo límites cuando necesario y mediando en situaciones de conflicto.

Estas son algunas ideas y reflexiones para empezar a cuestionar nuestra mirada hacia el juego libre en la infancia, al menos un punto de partida para empezar a acompañar la infancia y su principal acción: jugar.

EL JUEGO EN LA ESCUELA INFANTIL

Con todo esto, queda clarísimo que el juego debería ser la actividad prioritaria en toda la etapa de educación infantil, incluso en el primer ciclo de la primaria. En el currículum de la LOMLOE hay diversas competencias que deben ser trabajadas en la escuela, y que se alcanzan perfectamente desde el juego espontáneo:

  • desarrollo de la autonomía;
  • relacionarse con los demás;
  • bienestar emocional;
  • aprender a gestionar los conflictos;
  • capacidad de emprender y tomar decisiones.

Eso sin contar que en el juego se puede experimentar con las letras (grafías, fonemas, rimas), con los números (cantidades, agrupaciones, seriaciones, clasificaciones, distancias, tamaños, pesos), con las leyes del universo (gravedad, fuerza centrífuga y centrípeta, velocidad, inercia), con los sentidos externos (tacto, visión, olfato, paladar y audición) e internos (propiocepción, nocicepción), y con tantos otros “contenidos” que prevé el sistema educativo.

¡Ojo! No estoy hablando de que propongamos juegos específicos a los niños para que cumplan con esos objetivos. ¡Eso es contrario al juego libre! Digo que confiemos en que, mediante la acción de jugar, se aprenden muchísimas cosas sobre uno mismo y sobre el mundo que nos rodea. No hace falta inventar otro método de aprendizaje, ¡traemos este de manera innata! Si tomamos consciencia de que el juego es lo que nos mantiene conectados con nuestro impulso vital a medida en que crecemos y nos movemos por el mundo, estaremos más disponibles para darle el espacio que se merece, ¡quien sabe incluso para cultivar nuestro propio juego libre!

Texto: Fernanda Bocco

Imagen: Niki Boon



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