¿Puede el sistema educativo acabar con las ganas de aprender?

Cuando los niños son pequeños, bebés, todos sus logros suponen un gran esfuerzo. Hasta las que aparentan facilidad para ellos es una gran conquista. Y para alcanzarlas ponen en marcha todos sus recursos: su capacidad de atención, sus habilidades motoras, su voluntad. Quien haya observado a algún niño/a dando sus primeros pasos habrá podido ver ese gran despliegue de capacidades y, sobre todo, el empeño en conseguirlo. Ser testigos de la conexión de un bebé con esa fuerza vital es un privilegio. Y ojalá fuera suficiente para nutrir nuestra confianza en el plan interno, biológico, como motor del desarrollo humano. Ese bebé dando sus primeros pasos necesita, por supuesto, un espacio adecuado para ello y un adulto disponible que asegure el vínculo, pero sobre todo, conectar con ese impulso interno, propio, que le permite confiar en que será capaz. Hay algo en él que no duda de que lo conseguirá. Una certeza interna. Así que lo mejor que podemos hacer para acompañarlo es no obstaculizarlo. No ponernos en medio de ese proceso vital de una fuerza arrolladora y de una belleza indescriptible.

 

¿Qué pasa entonces cuando llegan a la escuela?

 

Las aulas están llenas de niñas y niños desmotivados, inseguros, que se sienten incapaces. ¿Dónde queda, entonces, esa fuerza con la que llegaron a la vida? ¿cómo se apagó? ¿a dónde fue? Y deberíamos tener la valentía de preguntarnos cuál es nuestra responsabilidad en ello. Qué papel jugamos en la vida de esa niña que nació con un poderoso impulso vital y que después de esos años de escolarización se siente incapaz. Duda de sí misma, de sus propias capacidades y habilidades. Que no se siente suficiente porque solo “vale” lo que sus notas, y que crecerá tratando de llenar el vacío que aparece cuando la autoestima no alcanza. Buscando una mirada de aprobación externa, dejándose a sí misma por el camino.

No sé si somos capaces de entender el alcance que tiene esta pérdida, en su vida y en su recorrido escolar: niños sin curiosidad, llenos de actividades a las que no le encuentran sentido, tratando de rescatar algo que les resulte realmente interesante en sus apretadas agendas. Una huida hacia adelante, cada vez más frenética, en la que todos perdemos la cabeza y el brillo en la mirada. El entusiasmo. Lo que nos mueve a levantarnos de la cama cada día.

Así que, sí, deberíamos preguntarnos por qué los niños y niñas salen del colegio con menos curiosidad y confianza que con la que entraron. No nos podemos permitir perder todo lo que se queda en ese camino.



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La Semilla Violeta
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