LA EDUCACIÓN ENTENDIDA COMO DESCUBRIMIENTO DEL OTRO
Si pudiéramos dejar a un lado, por un momento, la adquisición de conocimientos, la preparación de materiales y espacios, las fiestas y celebraciones y el largo etcétera con el que adornamos y vestimos el proceso de aprendizaje, nos daríamos cuenta de que, en esencia, la educación, el acompañamiento, son una relación personal, ojalá cálida y cercana, entre un adulto/a y una niña, un niño. Acercando al microscopio el proceso de enseñanza y aprendizaje, podemos observar que este se concreta en ese encuentro humano entre dos seres; cada uno de ellos con sus inquietudes, sus habilidades, sus miedos, sus logros… en definitiva, su autenticidad; su única y personal manera de estar en el mundo.
La educación así entendida se convierte entonces en una invitación a preguntarnos desde dónde, con qué, con quién, cómo, generamos ese encuentro que posibilita el desarrollo y el crecimiento del niño/a, pero sin perder de vista que este sucede en esa relación con nosotros. Como seres humanos, nos construimos a partir de la mirada del otro, en el caso de los niños/as, de los adultos con los que comparten su día a día.
Ojalá podamos evitar historificarlos (“siempre quita el juguete a los demás”, “nunca recoge al terminar de jugar”…) y permitirnos descubrirles, de nuevo, cada día. Para hacer espacio al niño, al otro, debemos intentar dejar a un lado lo que creemos saber de él, la idea que nos hemos hecho de él. Así podrá emerger quien el niño realmente es, más allá de nuestro juicios limitadores y nuestras expectativas asfixiantes: ellos (y nosotros, los adultos) siempre son (somos) mucho más grandes, caleidoscópicos y sorprendentes. Las etiquetas son estáticas, yermas; nos quedan pequeñas y no alcanzan a hablar de los niños, de nosotros, de quien en profundidad somos. Atrevámonos a encontrarnos con ellos desde este nuevo lugar, sin duda mucho más fértil y luminoso.
Nuria Comonte