
EL MITO DE LA AUTONOMÍA EMOCIONAL
Nuestra sociedad nos intenta convencer de que existe algo como la autonomía emocional. Sería una especie de gran logro en el que, finalmente, los seres humanos ya serían capaces de manejar, de manera absolutamente individual, todos sus estados emocionales de manera satisfactoria. Aquí habría variaciones, ¿lo satisfactorio sería que nada más aparecer la emoción, la descartamos? ¿o le daríamos unos minutos para luego dejarla a un lado? Sea como fuere, el mito de la autonomía emocional está muy metido en nuestro imaginario colectivo. A tal punto que gran parte de la crianza y de la educación persigue ese objetivo: que mi hijo sepa calmarse solito, que en desde pequeñitos pidan las cosas bien y sin gritar, que cuando haya un problema en vez de llorar lo expliquen.
Seguimos persiguiendo eso incluso cuando la neurociencia lleva décadas hablándonos del desarrollo y la maduración, de que hasta los 24 años aproximadamente (si, ¡los 24 años!) no podemos hablar de una madurez absoluta en la corteza pre frontal, encargada entre otras cosas del control de impulsos, la planificación, la capacidad de postergar las recompensas… Entonces, ¿es real la autonomía emocional, en la infancia? ¿Y durante la vida adulta?
POR QUÉ NO ALCANZAMOS LA AUTONOMÍA EMOCIONAL ABSOLUTA
La teoría de la regulación de los afectos* nos explica cómo se teje la base neural de lo que será nuestra estructura de apego. Es decir, cómo se construye, a partir de la relación con un adulto, el mapa mental que nos servirá de base para ir hacia la vida y para relacionarnos con nuestro alrededor. Así, desde el nacimiento, estamos diseñados para seguir recurriendo a otro ser humano para esa regulación. No es un problema necesitar al otro, no es algo a resolver, no es un error del programa: estamos hechos así. Somos biológicamente dependientes de otro organismo para sobrevivir.
Evidentemente, con el paso del tiempo, también vamos aprendiendo a crear recursos que nos ayudan a volver a un estado de bienestar y equilibrio cuando algo de fuera nos desorganiza. Salimos a dar un paseo, ponemos una música tranquila, hacemos deporte, miramos al mar o al río, enfocamos la atención en nuestra respiración, escribimos, pintamos. Estas serían formas de auto-regulación que vamos desarrollando gradualmente, recordando que no lo terminamos de alcanzar ni en la infancia ni en la adolescencia, sino recién como jóvenes adultos.
Pero también buscamos a una persona cercana para conversar, o para acompañarnos en una actividad que nos gusta, o quedamos con alguien para reír un rato, o para llorar. También como personas adultas seguimos buscando y necesitando a otras personas para ayudarnos a reencontrar nuestro centro. Estas son maneras de co-regularnos con la presencia de otro (regulación en la díada). Y siempre, SIEMPRE, esta manera de regulación será tremendamente más eficaz que la anterior porque, como he dicho antes, somos seres biológicamente relacionales e inter-dependientes.
CÓMO ESTO INFLUYE EN EL TRABAJO CON LA INFANCIA
Para empezar, nos hace situarnos de una forma más realista ante las criaturas. Demasiadas veces, estamos intentando que cumplan con algo que no se puede alcanzar: en este caso, la capacidad de “calmarse” por si mismos siendo niñ@s o adolescentes. Calmarse es una forma de decirlo, podríamos decir que sepan relajarse, o sencillamente dejar de molestar y hacer ruido porque molesta.
Sabiendo que somos necesarios en esa función de co-reguladores, podemos dejar a un lado toda una serie de propuestas y actitudes habituales en la educación. Por ejemplo el time-out o tiempo fuera , que defiende dejar a un niño que esté enfadado sólo hasta que “se le pase”, o la “silla de pensar”, que es muy semejante, o retirar totalmente la atención o presencia física cuando hay un llanto “sin motivo”. Ya ni hablemos de las amenazas o chantajes que pretenden que, por la vergüenza, las criaturas abandonen su estado emocional y vuelvan a ser seres “racionales” y “razonables”. Todo lo que sea quitarnos de la ecuación hace más daño y empeora la maduración emocional de la infancia.
Incluso el intentar dialogar con una niña, un niño, en mitad de su descarga emocional, es una intervención que le saca de su experiencia real y legítima e intenta llevarle al campo de la palabra, campo que dominamos ampliamente como adultos pero que apenas están empezando a rastrear los más pequeños. Vamos, que perderán siempre, tanto la capacidad de argumentar y explicar qué les pasa, cómo la experiencia de la emoción en si misma.
Creo que muchas veces recurrimos a esas técnicas sencillamente porque no sabemos qué hacer, o ni sabemos qué hay otras maneras, no sólo más respetuosas sino también más eficaces. ¿O acaso alguna criatura ha conseguido “gestionar” mejor sus emociones ante cualquiera de esas técnicas conductistas? Si acaso, han interrumpido su proceso fisiológico porque saben que, si no, no serán queridos ni aceptados. Así, desde muy temprano aprenden a reprimir, esconder y negar su realidad. Nada más contraproducente para alcanzar la tan anhelada “autonomía” emocional.
La verdadera madurez emocional sólo se logra cuando cada ser humano consigue ser quien es, estar como está, sentir lo que siente, sin tener que desconectarse en nombre de la pertenencia o de mantener la relación con el otro. Es decir que en nombre de la autonomía perpetuamos un gran abandono de la infancia, transmitiendo un rechazo a que se muestren como son, a que estén como están, a sentir lo que sienten. Justo justo lo contrario a lo que verdaderamente necesitan.
* Daniel Hill y Allan Schore
Texto: Fernanda Bocco