Por aulas en las que haya menos trabajo y más vida

Curiosamente parece que en educación aprender y vivir se han disociado. Como si tuviéramos que elegir entre uno y otro. Más aún: solo entendemos el aprendizaje como un proceso que requiere sacrificio por parte del niño y dirección por parte del adulto. Desde este punto de vista, llegamos a extrañas conclusiones como que hay que trabajar las emociones, las estaciones o la empatía. O que si no les motivamos, no van a aprender.

Parece que no tenemos recuerdo de algo que hemos aprendido con verdadero gusto, por placer. ¿Aprender con placer, dices? Sí, sí, como lo lees. Con pla-cer. ¡Hasta se nos hace extraño! Pero es posible, y puedo decir alto y claro que soy testigo de ello, cada día, acompañando niños y niñas.

Intenta recordar algo que hayas aprendido fuera de la escuela: quizá a cocinar con tu abuela, el nombre de árboles y plantas de la mano de abuelo, fotografía con un amigo… ¿Qué cualidades tiene ese aprendizaje? ¿qué fuerza, qué presencia, tiene ahora en tu vida? Apuesto algo a que al recordarlo se te ilumina un poco la mirada. La sonrisa.

De esto debería tratarse la educación: de recuperar su verdadero significado entendiendo el aprendizaje como parte inseparable de la vida. Como dice Fer, no podemos no aprender. Forma parte de nuestro programa como seres humanos. Venimos con todo lo necesario para desplegar nuestro potencial-semilla. Nuestras capacidades, talentos, recursos.

Pero tenemos la mente tan escolarizada que nos cuesta siquiera imaginar el aprendizaje como un proceso natural y en respuesta, pensamos que como adultos tenemos que intervenir hasta en los procesos más orgánicos, como caminar.

En esta vorágine estamos: poniendo en marcha “métodos pedagógicos” allá donde se necesita más presencia de calidad, más encuentro auténtico; más compañía y menos programación. Y acabamos cayendo en una especie de bulimia educativa en la que atiborramos a los niños de conceptos poco o nada conectados con sus intereses, con su vida. Es como darles comida basura, llena de sabores artificiales, que no les nutre ni alimenta, pensando que es lo que necesitan.

Así que es urgente preguntarnos cómo acompañamos ese despliegue natural sin entorpecerlo. Cómo nos ponemos al lado del niño, con una mirada que pueda reconocerle como un ser completo y desde ahí poder abrirnos a descubrir, juntos, la maravilla de descubrir el mundo.

Y sí, claro que habrá algunos aprendizajes que requerirán cierto esfuerzo, más empeño. Pero en nombre de ellos no sacrifiquemos lo más importante que debería suceder en un aula: la Vida, con mayúsculas.



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La Semilla Violeta
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