POR UNA PEDAGOGÍA DEL DISFRUTE
Hace tiempo vengo pensando sobre el lugar del disfrute y del placer en nuestra cultura. El disfrute de verdad, ese que significa dis-frutar, “sin-fruto”, fuera de los resultados y las expectativas. No el placer instantáneo que nos vende cualquier revista de moda, o casi todas las páginas en internet, un placer efímero y totalmente pobre en “nutrientes” porque nunca termina de saciar.
Solemos enmarcar el disfrute como algo reservado a los fines de semana, a las vacaciones, a Navidades con suerte; a algunos pocos encuentros familiares o sociales, pero nunca como algo inherente a la vida, a nuestro desarrollo como seres humanos. Sin embargo… ¿podríamos realmente vivir sin ello?; ¿el disfrute, el placer, es algo ajeno, externo y condicionado por una serie de factores, o profundamente interno, una condición sine qua non de nuestra existencia?
Mary Ángeles Cremades nos recordaba, hace poco*, la importancia de la relación, de la acción y del placer en el desarrollo madurativo de un ser humano. El placer, el disfrute, es “el factor de integración entre lo psíquico y lo motor”, es decir, es lo que nos unifica como seres humanos. A través del placer compartido con otro, en la relación, me voy creando como una unidad continua, contenida, sostenida, segura. El disfrute hace y fortalece el vínculo con el otro, que a la vez nos nutre en nuestro propio desarrollo. Sin placer, no seríamos. Así de sencillo.
Pensando especialmente en la infancia, me pregunto si sería posible reivindicar una pedagogía del disfrute, ¿os imagináis?. En tiempos en que la seriedad y la tensión predominan y lo placentero se percibe como un desperdicio absoluto de tiempo, tal pedagogía daría prioridad absoluta a la risa, al juego, al movimiento. Lo más importante, la tarea principal de una escuela así, sería generar y sostener momentos de alegría, personal y colectiva. Los espacios estarían preparados para que niños y niñas se movieran de tal manera que se sintiesen vivos, plenos, ¡sanos! Habría adultos disponibles al encuentro, al placer compartido de ver un bichito moviéndose despacio, a observar el sol de otoño que se filtra entre los árboles. Habría lentitud, un tiempo infinito para impregnarnos por el placer de estar aquí, juntos. Sentiríamos, a diario, que pertenecemos, que este es nuestro lugar, que somos vistos y tenidos en cuenta.
Y es que disfrutar nos conecta con algo profundo, con sentirnos realizados y unidos a algo misterioso. Esa sensación que nos invade después de reírnos hasta las lágrimas con un buen amigo, de que todo está bien, sencillamente bien… Disfrutar nos recuerda que la vida tiene, ¡si!, sentido, fuerza, belleza, propósito. Que seguimos enteros, intactos en lo esencial. Por favor: llenemos las aulas, las plazas, las calles, los pueblos, de adultos que aún sepan y se permitan disfrutar. Porque lo único que necesita la infancia para crecer y desarrollarse es un mundo adulto que sea capaz de ello.
Texto: Fernanda Bocco.
Imagen: Caroline Hernández